Seis Fotos de Seis Dibujos para Seis Piezas en torno al Abismo
Jul 3 – Ago 29, 2025
ENRIQUE MINJARES PADILLA
Lugar: SIJIL, Playa del Carmen / MX
Curaduría: Galería HGZ
Jorge E. Gutiérrez Zamora Meza / Luis Piña Anaya
Número de Piezas: 18
Medios / Técnica: Foto / Dibujo / Mixed-media
Seis, seis, seis o cartografía de un abismo personal
Una revisión rápida del cuerpo de obra de Enrique Minjares Padilla (Ensenada, BC, 1977) podría, quizá, enmarcar estas piezas como parte de su continua reflexión acerca de sucesos trágicos y catástrofes provocadas por el humano a lo largo de la historia. Sin embargo, estas seis fotos, seis dibujos y seis piezas constituyen la memoria de un proceso introspectivo y de observación muy distinto al de su práctica habitual (investigar, archivar imágenes fotografiadas o encontradas en internet, analizarlas, apropiarse, manipular digitalmente, dibujar y quizá, llegar a pintar al óleo). Si bien las obras aquí expuestas no aluden a los temas habituales en su obra (sucesos de violencia por guerras, fármacos o explotación ecológica), o no señalan de manera irónica alguna hipocresía social, sí evocan el silencio estrepitoso de un vacío brutal.
Contra toda expectativa, para el proceso creativo de esta residencia, Enrique se apartó por un momento de su zona de confort, no solo geográficamente, sino lejos de sus cosas: sus discos, su silla, sus materiales y soportes, su tienda de enfrente, su leche con chocolate. Y es que, aunque nació en un importante puerto pesquero de México, la Ciudad de México es el hábitat preferido del artista para vivir y trabajar desde hace treinta años. Con su ritmo imparable y su caos invasivo, yaunque reniegue de lo anterior, a lo largo de su trayectoria es lo que le ha otorgado el entorno al cual reaccionar: cierto caos para crear. Un contexto ad hoc para protestar frenéticamente por algo injusto que termina en catástrofe natural o brutalidad humana.
Y, quizá, esa sea la clave para vislumbrar mejor la idea de abismo al que se enfrentó el artista, al llegar a vivir cinco semanas a la selva tropical de Tulum. Ahí, muy a su pesar, se tuvo que relajar. Aunque nunca en paz, el ritmo y la variedad de sus días cambiaron drásticamente. Con más horas para hacer y poco contacto humano, se enfrentó a su ámbito inmediato: los changos, los sonidos de la selva con su silencio cadencioso y, sobre todo, su propia compañía omnipresente.
La estrategia inmediata para saberse ahí fue caminar, fotografiar y dibujar. El encuentro con el cenote fue planeado, pero no imaginado. Sobre todo, el lujo y el vértigo de encontrarse ahí, en soledad, para dialogar con el lugar y su vastedad. La palabra cenote proviene del maya yucateco ts’onot, y significa “pozo o cavidad con agua”. Difundidos como atractivos turísticos, los cenotes eran para los antiguos mayas lugares sagrados conectados con el inframundo. Xibalbá, según el Popol Vuh, es un reino subterráneo y oscuro gobernado por deidades de la muerte, la enfermedad y el sufrimiento. Sin embargo, no es un “infierno” en el sentido occidental, sino un lugar ritual, simbólico y transformador. Los paseos cotidianos a este “portal” otorgaron al artista la posibilidad de lidiar con la inmensidad y sus efectos. Encontró, no su sitio, pero sí un sitio con el que lleva dialogando años. Ese lugar liminal de posible no-retorno, un pasaje a ultratumba, como los remolinos negros-sobre-negro que pintó durante la pandemia covid19. Y lo encontró en la naturaleza –aún preservada– de esas cavernas de agua, pasajes a otra vida y testigos ancestrales de los intentos imparables de los seres humanos por atentar contra el mundo bajo el pretexto de una búsqueda de “progreso” socioeconómico que nunca llega a quien verdaderamente debe llegar. Un paraíso para los turistas, un hábitat para las especies endémicas y una entrada al mundo subterráneo divino de la cosmogonía maya.
Los primeros dibujos surgieron a partir de manchas de color sobre bastidores pequeños previamente usados, lo que él llama un “azar tendencioso”. Estas formas guiaron la representación del paisaje y luego se superpusieron al entorno real mediante fotografía. El punto culminante de este montaje es un dibujo sobre madera encontrada, en el que la veta y los nudos determinaron, de nuevo, la composición final del estudio del abismo más profundo: un escenario enigmático y hasta siniestro, opuesto al cliché colorido y colorista del viaje popularizado por los viajeros privilegiados que buscan “espiritualidad alternativa” y hedonismo en la zona. Un abismo que, visto así, ni está tan vacío ni es tan impenetrable como parecía.
Sin planearlo, la forma en la que se adaptó el dibujo a la textura previa de los soportes sucedióparalelamente a cómo vivió y se adaptó el artista a su entorno temporal. El resultado es un cuerpo de obra que alude a lo sombrío –aunque revelador– que puede ser estar con uno mismo. Las huellas de un proceso interior, imposible de prever, en el que eso inmenso e inabarcable que no se ve o escucha, puede gritar con tanta fuerza como la metrópolis más iracunda.
Tania Ragasol
Manual de Instrucciones para Contener un Incendio (y/o para Habitar el Abismo)
Se supone que una residencia artística empieza con una bienvenida, no con una operación de rescate. Los fuegos arden hacia adentro; el de Enrique Minjares Padilla, sin embargo, prefirió anunciarse con una densa columna de humo desde la distancia. Un vuelo desviado, un aterrizaje en la ciudad equivocada y un teléfono que, al llegar a la selva, decidió suicidarse contra el suelo. Era como si el lugar mismo, un santuario de monos y vacíos emergentes, le estuviera diciendo: " Tu fuego aquí solo sirve para dar sombra. Contempla mi grandeza".
Esta fue la primera lección sobre el abismo: a veces, para poder crear, primero hay que ser devorado por él.
La segunda lección fue que, ante la grandeza, la rebeldía es una forma de diálogo. El título de la exposición Seis Fotos de Seis Dibujos para Seis Piezas en Torno al Abismo, un reflejo de la fricción que se produce cuando el espíritu anárquico del artista choca contra todo aquello que no puede controlar. Mi rol en esta ecuación era, digamos, el de un pilar invisible. Un apagafuegos con vocación de monje. Sostener la estructura, limitar mi intervención y aceptar que hay fuerzas —como la selva o el propio caos de Enrique— contra las que ni la palabra ni la acción tienen efecto alguno.
La tercera lección llegó como un estruendo: para encontrar tu idioma, primero debes admitir que no sabes hablar. Los primeros días fueron un diálogo de sordos. Los óleos, traídos desde la ciudad, se sentían como un insulto a la abrumadora naturaleza del entorno. Fue entonces cuando la energía mutó. El sonido del grafito tallando la madera , un rasguño sólido, un eco profundo que emanaba de la solidez hueca de las planchas, se convirtió en la banda sonora de nuestra residencia en el espacio, un idioma que dialogaba con el eco de los truenos, el susurro de los árboles y el silencio místico de los cenotes.
Esto nos lleva a la cuarta lección: la creación es una coreografía de tres. A partir de ahí, nos consolidamos. Enrique era la chispa, el movimiento mecánico y febril. Yo, por mi parte, funcionaba como el ancla a la cordura, la voz en off que recordaba (a veces) dónde habíamos dejado las llaves. Y el lugar, el tercer y más importante miembro, se convirtió en el proveedor de todo: lienzos abandonados, muebles improvisados y hasta una gata hambrienta que bautizamos como Anne G, cuyo espíritu tierno y voraz era un reflejo perfecto del nuestro.
Nos cuidabamos entre todos, cerca de la cabaña crecían juntos el Chaka y el Chechén, dos árboles que encarnan una antigua leyenda maya: uno venenoso, el otro su antídoto, siempre naciendo uno al lado del otro. De alguna manera, esa dualidad resume nuestra experiencia allí. Ambos fungíamos como el antídoto del otro: yo para Enrique siendo un apagafuegos, el guardián del control; él para mí, un recordatorio de un yo más primario, un refuerzo contra la complacencia.
La quinta lección fue que la obra es un fantasma del proceso. Las fotografías que acompañan la muestra trascienden el mero registro para erigirse como la prueba de esa simbiosis. Son Enrique sosteniendo sus dibujos en el mismo espacio donde fueron concebidos, con el marco de la naturaleza sellando su origen. Son un eco que nos recuerda que la obra no nació en un estudio, sino en medio de la vida, la efervescencia y la belleza salvaje, armada con pinceles, lapices, lienzos y hasta onzas de marihuana. Al final, lo que queda no es solo la obra, sino la crónica de cómo el artista, el lugar y una jauría de fantasmas encontraron la manera de crear algo juntos.
Y así, la sexta y última lección: el abismo no es un destino, es un lugar habitable. Un vacío creador, un cero fértil del que todo puede emerger. El cuerpo de obra trasciende su forma inicial para convertirse en un mapa de la caída: una invitación a asomarse a ese mismo borde.
Enrique, un escéptico por naturaleza, llegó desconfiando de la mística del espacio. Pero con el paso de las semanas, entre las travesuras de los monos, de los "chaneques" y de los administradores de la residencia, algo empezó a ceder. Terminó desarrollando una conexión particular con el entorno, una que iba más allá de lo racional. Una rendición silenciosa ante la voz del lugar, que demostró ser más fuerte que la de nuestros adentros, una que nos hizo entender que los incendios más interesantes no son los que destruyen, sino los que, al ser contenidos, terminan por iluminarlo todo.
Jorge E. Gutiérrez Zamora Meza